18.6.07

El manicomio gris

Es jueves, a eso de las seis y media de la tarde cuando entro al Instituto Bertitti, un loquero, un manicomio.
Lo primero que veo es gente en la puerta, caminado dispersa, parece una escena de Atrapado sin salida, hace frío, pero muchos de los tipos que veo antes de bajar del auto, están muy desabrigados incluso hay algunos descalzos.
Un tipo con bigote me viene a recibir y me dice algo, pero no lo escucho porque tiene cara de policía, en cambio me quedo prestándole atención a un viejo que esta sentado, moviéndose para delante y para atrás como si estuviera en una mecedora, creo es uno de los tics típicos de esta gente...
Alguien me insiste en que deje mi mochila y mis cosas al costado de una de las camas en un pabellón, como me lo piden tanto, les hago caso, no vaya a ser cosa de que ofenda a un esquizoide medio violento, aparte mi principal interés pasa por otro lado.
El tener que recorrer toda esa institución tan grande y con gente tan rara te hace pensar desde cosas profundas tales como: lo relativo de la locura, que el problema no radica en las patologías en sí, sino en lo mal o bien se las oculta hasta que uno revienta; pero en esa caminata también surge la dicotomía de mirar o no a esas personas a la cara, es similar a cuando pasa un enano o un discapacitado por la calle y pensás que si uno lo mira mucho puede hacerlo sentir mal, y si corrés la vista ni bien lo ves, se puede sentir igual de mal o inclusive peor. Aparte no ayudan las caras de los locos, porque sino tienen una mirada rarísima (todos la tienen), entonces tiene esos rasgos que uno inevitablemente va a asociar directamente con la demencia.
Pasan unas horas y como todavía no encuentro lo que vine a buscar, me siento a descansar al lado de un gordito petiso que está muy mal rapado, enseguida tartamudea algo y me imagino que me pide un cigarrillo, yo no fumo pero me compré unos atados porque me imaginé que me iban a pedir. Pienso que a éste tipo le debe haber pasado algo trágico en su niñez... quizás su papá le pegaba y un día la madre tratando de protegerlo lo encerró y eso le provocó un cuadro de claustrofobia, pero me parece que más que aspecto de claustrofóbico, tiene un algo que me hace imaginarlo de niño acariciándole la cabeza a su perrito que acababa de morir de moquillo... no sé, es una cara que inspira algún grado de ternura; aparte a su cigarrillo (bah, mi cigarrillo, porque el hecho de que no me los vaya a fumar no hace que dejen de ser míos) lo sostiene como lo haría alguien muy inseguro, alguien que fue abusado sexualmente, posiblemente por un vecino o pariente no demasiado directo.
Hay un señor que se llama Gustavo, que trabaja en este centro, él me da parte de la información que busco: si bien cada paciente tiene una patología diferente, la gran mayoría no puede manifestar con claridad los traumas mentales que lo afectan; hay un pibe, por ejemplo, al que le molesta terriblemente que la gente diga la palabra deseo, también hay una mujer que cree que está embrazada desde hace 20 años y dice que el bebé no quiere nacer porque el mundo es muy feo.
La hora de la cena es ese típico momento incómodo: a algunos les dan de comer en la boca, y a la mayoría les gusta hacer ruido golpeando los cubiertos contra la mesa.
Me dice ese tipo, el Gustavo, que mañana, o sea el viernes, se juega un picado en el instituto... No creo que nadie ahí pueda superar al “loco” Palermo o al “loco” René Housemann, pero como es posible que haga alguna actividad rutinaria aceptó quedarme para presenciar ese encuentro de futbol.
Los equipos parecen muy mal dispuestos en el campo, ni quiero pensar lo que diría el Coco Basile, pero para mi sorpresa aquí en el Instituto Bertitti se práctica un futbol de alto vuelo: mucha fantasía, mucho lujo, es más, veo jugadas nunca que jamás había visto, que seguramente fueron inventadas aquí, por ejemplo: la Mortal Africana, que se hace pateando el esférico estando colgado de la rama de uno de los árboles que están al costado de la cancha, y la jugada que me shockeó absolutamente era el Caballo de Troya, que consiste en un truco óptico inspirado en el Op Art, realizado por cuatro jugadores vestidos de blanco y negro moviéndose en círculos concéntricos alrededor del balón, al que esta acción vuelve completamente invisible.
Toda esta situación del partido, el festejo compartido entre los rivales y en especial las risas de todos los presentes, son cosas que me hacen abandonar el preconcepto que yo tenía de un manicomio gris, como en la canción de Francisco.
Los pibes mas chicos ya están como locos (valga la redundancia) porque los sábados se hacen unos bailes que son el único momento de la semana en que los pacientes del pabellón de varones se encuentran con las del pabellón de mujeres.
Quien iba a decir que justo acá, me encuentro a la mujer más linda que haya visto nunca, pero parece que no habla con nadie y que duerme abrazada a su muñeco Nenuco. Pero bueno, yo tampoco soy perfecto. Por algo me quedo en este lugar.
Por algo escribo esto.

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